Burundanga de Zocotroco
Desde siempre he tenido fascinación por el modo como me conduce la curiosidad. Procurando información sobre la historia en la última cuarta parte del Siglo 18, retomé el valioso libro How to Hide an Empire de Daniel Immerwahr y encontré abono para mi obsesión anticolonial. Narra el autor que una vez que se consolidaron las 13 colonias, el camino inevitable era la expansión, llevar la civilización al oeste y añadir beneficio a la unión.
En la Constitución los fundadores crearon y definieron escuetamente los territorios, limitándose a definirlos como: los terrenos al oeste que no eran estados. En 1791 los estados de la costa del este habían comenzado sus reclamos y la mitad eran estados y la mitad territorios.
Benjamín Franklin fue el primero en detectar a mediados del Siglo 18 que la población de los estados en que hizo un censo se había duplicado en 25 años. El país contaba con las condiciones propicias para la expansión continental, con terreno abundante, tecnologías emergentes, con socios donde se inició la Revolución Industrial. Ambiente para el crecimiento de una población que se propagó con entusiasmo.
La Constitución es escueta con el termino territorio; apenas dispone que el Congreso tiene el poder de adoptar las reglas con las que se habría de gobernar. La política Territorial establecida en las Ordenanzas de 1787 proponía la igualdad con los estados originales en todos los aspectos. Para ello los territorios tenían que sobrepasar una cuota de 5,000 hombres para crear una legislatura, y 60,000 y podrían solicitar la estadidad.
La autoridad discrecional del Congreso se convirtió en poder absoluto y los territorios originalmente fueron administrados por un gobernador con poder de veto y de disolver la legislatura, junto a tres jueces; una organización similar a la que tuviesen las 13 colonias.
Arthur Saint Clair, primer gobernador del Territorio del Noroeste lo consideraba una colonia dependiente, habitada por súbditos ignorantes no aptos para gobernarse. En el Territorio de Luisiana, Jefferson sostenía que esa gente era incapaz de gobierno propio pues no podían comprender los principios del gobierno popular, y dejarlos votar sería un experimento peligroso.
De ese movimiento expansivo y esa ideología racista todavía somos víctima dos siglos y medio después. Puerto Rico sigue siendo propiedad, pero no parte de los Estados Unidos. Sujeto a esa política territorial que nos niega el derecho fundamental de la democracia a un gobierno representativo, pues todavía no hemos demostrado la capacidad de gobernarnos.
Y si usted lo duda, ahí está la Junta de Supervisión Fiscal que confirma que cualquier asomo de autonomía es sombra del pasado. Tenemos una deuda pública escandalosa, un retroceso económico por décadas y una Junta de procónsules gobernando. ¿De veras cree usted que al Congreso le urge hacernos estado?
El periodista e historiador Antonio Quiñónez Calderón, apologista de la está Dídac es quien apunta en ensayo reciente: En enero de 1899, Eugenio María de Hostos, J. J. Henna y Manuel Zeno Gandía integraron el primer comité (o comisión) que viajó a Washington con una demanda al presidente William McKinley para que develara formalmente el propósito político de Estados Unidos con Puerto Rico. “Regresen a Puerto Rico, pónganse de acuerdo y vuelvan con una propuesta definitiva”, fue la respuesta del presidente.
En julio de 1923, de la Comisión Legislativa de Estatus tripartita fue con la encomienda de exigir del Congreso una declaración oficial y directa sobre sus propósitos y pretensiones en cuanto al status político y el desarrollo económico de Puerto Rico. La comisión viajó a la capital federal en enero siguiente a cumplir su encomienda. A su regreso (Antonio R. Barceló y José Tous Soto, divulgaron un documento en que afirmaron que el asunto del status político “no preocupa por ahora a los hombres de estado de la Nación”, según dedujeron “de las palabras y de las actuaciones de los leaders de la opinión pública americana”.
250 años después permanecemos sujetos a un comité que debate las prerrogativas que nos corresponden, cada cual arrimando su sardina al fuego. Y yo con la certidumbre que es, otra vez, “much ado about nothing.” De la oscuridad territorial no veo ni la luz, ni el fin del túnel. Pero de la esperanza vive el cautivo y cualquier cosa alienta la ilusión. Y Chile es asunto de eso.
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