Now is the winter of our discontent…
Plots have I laid, inductions dangerous,
By drunken prophecies, libels, and dreams,
To set my brother Clarence and the king
In deadly hate the one against the other…
– William Shakespeare
Recientemente se publicó un artículo en el Washington Post en el que el autor afirma que no se siente afligido por Donald Trump, sino por el resto de los estadounidenses, los que lo apoyan, los que lo normalizan, los que le toleran no solo su estilo vulgar y denigrante, sino también sus indiscreciones, su enriquecimiento personal a costa de su posición y sus ilegalidades. Todo le es permitido porque el presidente les favorece permitiéndole sus propias ilegalidades o eliminando reglamentaciones y leyes, que tienen el único propósito de aumentar sus caudales corporativos y personales.
En su más reciente modalidad de respaldo incondicional, algunos de estos ciudadanos están dispuestos a tolerar y defender la clara interferencia de gobiernos foráneos en la política interna de los EEUU, con tal de asegurar su propia reelección y, por lo tanto, su propio enriquecimiento, sin importar la integridad política, de seguridad nacional y su propio patriotismo a ultranza, con que justifican ser la democracia y la nación más poderosa del planeta. Su lema parece ser: “somos los más ricos, vamos a ser cada vez más ricos, y el resto del mundo se lo tiene que aguantar, pues tenemos la sartén por el mango y el mango también”.
Lo que sienten los millones de estadounidenses que no son como él, los que son bondadosos, generosos, humanitarios, solidarios y sensibles, que preferimos pensar que son la mayoría, no cuentan. Al igual que en las dictaduras de todo el planeta, lo que piensan, sienten y sufren las masas, no tiene importancia. Lo que cuenta es la fuerza, el poder, el peculio de quienes, a riesgo de sonar redundante, ostentan el poder por la fuerza.
Los que miramos esta inhumanidad al desnudo nos debatimos entre recordarle a nuestros conciudadanos del norte, que así fue desde el principio. No nos es posible olvidar que la esclavitud, el pillaje, la expropiación y apropiación de naciones y territorios, utilizando el exterminio, de ser necesario, definió la incipiente nación tanto como la Constitución más imitada de la historia, la innovación, la revolución industrial, el acceso a expresiones artísticas e ingeniería nunca antes vistas, y el sufragio: el ejercicio de la democracia mediante el voto. Habiendo reconocido todas estas virtudes, resulta indispensable también recordarles que todo ese progreso siempre ha sido el resultado de sangrientas luchas y muchas muertes, y que cuando vemos el odio, las matanzas, el incipiente fascismo, no podemos sino pensar que el indiscutible progreso, para la gran masa, ha resultado ser demasiado tardío y demasiado poco.
Los EEUU representaron el primer ejercicio de la humanidad en esgrimir la convicción de que es posible actuar de base de conceptos, de ideales, de leyes que apliquen a todos sin distinciones sociales, raciales o de género. Pero, al igual que los absolutistas contra los que se rebelaron y a los cuales vencieron, sucumbieron al canto de las sirenas del privilegio. Le negaron la igualdad que defendieron para sí a aquellos que, con su labor (esclava al principio, mal paga desde entonces), les permitieron esa autonomía que solo se considera a sí misma libertad, desde la riqueza, desde el privilegio, desde el poder comprado aunque esté en peligro de ser compartido. Porque compartirlo siempre se ha entendido como equivalente a perderlo, a renunciar a una humanidad que solo merece vivirse si escapa de toda penuria, de toda equidad, de toda escasez.
La modernidad que las Trece Colonias convertidas en una sola nación han celebrado desde entonces con pompa y extravagancia, les devolvió al ruedo de los privilegiados. Los “padres de la patria” concluyeron que eran demasiado similares y superiores a sus antecesores europeos, así que decidieron tomar su lugar y convertir el mundo en su suplidor y su mercado, en su peón y su consumidor, en su comprado enemigo y su socio minoritario a perpetuidad.
Como en la telenovela o la película fresita protagonizadas por el galán y la diva a quienes todos admiran y resienten, que todos imitan sin comprender lo que dicen, que todos aspiran a conocer personalmente, ese mundo moderno, envitrinado, se ha convertido en fórmula y ardid para suplantar y borrar el pasado, y reconfigurarlo a imagen y semejanza de los estilos de vida de las nuevas élites, la nueva clase privilegiada, de una nueva realeza provinciana y nouveau riche.
La masa consumidora, deslumbrada con el nuevo modelo de lo que sea, pero que se encuentra a la vuelta de la nueva e-card, no se percata de que la inteligencia, la sofisticación y el talento que tanto les adjudica a esta nueva clase de celebridades, no lo es tanto. Ignora que se trata del mismo vulgar truco de convencer al incauto de vender su casita para comprar el puente a Brooklyn, o adquirir el apartamento de lujo con el auto correspondiente que no se puede en realidad costear, para arribar (make it) a la mesa grande, que se le pueda medir por lo que vale (How much are you worth?), en fin, al pent-house, a la estratosfera de la exclusividad. Lamentablemente, la mayoría no llega a descubrir que cuando por fin les tienen de vecinos, los exclusivos, los chic, los que no tienen que preguntar cuánto cuestan sus caprichos, resultan ser tan ordinarios, tan pedestres, y hasta más vulgares que los que ellos miran por encima del hombro y consideran sus prosaicos imitadores.
Lo que el autor del artículo nos transmite es que todos Trump somos, como Charlie Hebdo. Que a diferencia del que fue objeto de la violencia fundamentalista, todos somos capaces de las mayores solidaridades al igual que de las mismas insensibilidades, de las mismas indiferencias, de las mismas soledades. El gran desafío que enfrenta el estadounidense de a pie, al igual que nosotros acá, en la vitrina de la democracia y el consumo del norte, reside en descubrir a quiénes se parecen, con quienes nos identifican, a quienes querrían tener cerca, para que fueran sus vecinos, sus invitados a un café o una cena, con quienes se casasen sus hijos/as y nietos/as, a quiénes desearían a su lado en sus momentos de mayor alegría, de la más silenciosa soledad o del más agudo dolor, en fin, a quiénes querrían llamar: “amigo.”
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