Es falso decir que lo que nos determina son las circunstancias. Al contrario, las circunstancias son el dilema ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter.
– José Ortega y Gasset
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El pasado 2 de septiembre, se reportó en un blog en Mississippi, que los propietarios de una facilidad de bodas y festividades, se negó a arrendarle el local a una pareja interracial para celebrar su boda. La justificación, avalada por una ley estatal cuya revocación por un tribunal de apelación el Tribunal Supremo no quiso considerar, obedece a las “profundas creencias religiosas” de los propietarios que arguyen que la biblia no favorece la mezcla entre las razas.
¿Por dónde empezar? 1) En 1967, el Tribunal Supremo, se invalidó las leyes estatales de “miscenegation” que prohibía los matrimonio interracial en toda la nación, sobre todo en el sur de los EEUU; 2) El argumento de que la Biblia lo prohíbe, proviene del Viejo Testamento, esencialmente el Torah judío, que también creía en ejecutar a pedradas a las adúlteras; 3) Si las “profundas creencias religiosas” justifican violar los derechos ciudadanos cobijados por la Constitución, ¿qué impide que se le nieguen la salud, la educación, la vivienda, y otros servicios indispensables, a cualquier grupo para el cual alguien encuentre un pasaje bíblico que lo condene? De hecho, ya esto ha estado sucediendo hacia la población LBGTT abiertamente y a otros grupos minoritarios, subrepticiamente.
El racismo, lo seguiremos repitiendo, es uno de los pilares de la identidad estadounidense, junto con el individualismo, el derecho a la propiedad privada, y el derecho a poseer y portar armas. ¿Dónde encajamos los puertorriqueños en esta sociedad? Familiares y amigos “caucásicos”, de ojos azules y toda clase de credenciales académicas y profesionales, todavía sufren este rechazo (dicho sea de paso, las excepciones no invalidan la práctica) tan pronto abren la boca y su inglés o su apellido los identifica como “Hispanic”. ¿Y el resto de nosotros?
Desde ahora tiemblo al pensar que dentro de cuatro o cinco años, si mi nieto menor aún viviese en Atlanta y mi hija le comprara un carro, las posibilidades de que un policía blanco le dispare durante una intercepción por una infracción de tránsito, aumentarán exponencialmente. Y no es que se trate de MI nieto. ¿Quién en Puerto Rico no tiene un pariente mulatito, quemaíto, tiznaíto?
Los puertorriqueños somos otra cosa, otra identidad, otra nación. El pavor que le tenemos a la indefensión de la pobreza es totalmente comprensible. Desde el siglo XVI, la mayoría siempre ha estado sujeta a los caprichos de “los que tienen padrino”. Alrededor de la mitad de nuestra gente ha visto muchos derechos civiles denegados por los criollos, rescatados por los federales. Piénsese en los arrestos por corrupción durante, irónicamente, las gobernaciones estadoístas de los Rosselló.
Luego del Verano del ’19, tal vez nos convenzamos de que podemos encargarnos de nuestro destino sin la brida larga de los EEUU. Nuestros haberes y constantes ejemplos de creatividad, laboriosidad y desempeño, pueden alentar a los eXcenials y milenialls a vencer el miedo de los boomers y nuestros antepasados, convencidos de que son infundados. Tal vez esa juventud que “son más y no tienen miedo” nos pueden llevar a una autosuficiencia que esté a la altura de nuestra capacidad y nuestros empeños.
Víctor Hugo dijo: “No hay nada más poderoso que una idea a la que le ha llegado su tiempo”. El Verano del 2019 puede que sea la antesala de ese tiempo.
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Copyright por José E. Muratti Toro. Foto del Tribunal Supremo en el dominio público. Foto de Puertoriquenos cortesia de Sofia Bastidas.