Las armas de la identidad
Durante el primer fin de semana de agosto, en un periodo de trece horas, dos hombres blancos con armas de asalto, mataron treinta y una personas, en El Paso, Texas y Dayton, Ohio. El primero colgó en las redes sociales un “manifiesto” en el que se hacía eco de las palabras de Donald Trump al efecto de que los latinos estaban “invadiendo” a los EEUU. Trump también ha dicho “infectando” y advertido sobre enfermedades, criminalidad y terrorismo, que resultan de esa invasión de latinoamericanos.
A pesar de que ha surgido una nueva ola de indignación por la masacre, y Trump ha dicho que “no hay espacio en los EEUU para el odio” y que “el nacionalismo blanco es una ideología nefasta que hay que erradicar”, lo cierto es que si después de que se asesinó veinte niños de primer grado y seis adultos en el 2012, no se pasó legislación alguna para atajar la venta irrestricta de armas de fuego que ha sido causa principal de esta epidemia de masacres, la mayor parte del público no abriga muchas esperanzas.
En contraste, a Nueva Zelanda, país angloparlante, también ex colonia británica, le tomó seis días revocar el derecho a comprar y poseer rifles de asalto, tras la masacre de Christchurch en marzo pasado, en la cual murieron 51 personas, por las mismas razones xenofóbicas y racistas. ¿Cuánto le tomará a EEUU establecer leyes similares?
El argumento de la Asociación Nacional del Rifle y el Partido Republicano es que cualquier legislación atentaría contra la segunda enmienda a la Constitución de los EEUU, que lee: “No se podrá infringir [el derecho a] una Milicia bien regulada, siendo necesaria para la seguridad de un Estado libre, [y] el derecho del pueblo a mantener y poseer Armas”. Esta enmienda obedece al temor bien fundado de que los EEUU podrían ser invadidos por una nación extranjera, como sucedió a manos de Inglaterra en 1812. Desde entonces, las fuerzas armadas de la joven nación crecieron hasta convertirse en el aparato militar más grande y con mayor capacidad destructiva en la historia.
La enmienda a la Constitución obedeció tanto a la falta de un ejército formal que pudiera defender la nueva nación, como al derecho que se auto adjudicaron los colonos de las trece colonias de continuar ocupando y arrebatándole territorio a los indoamericanos, quienes intentaron infructuosamente repelerlos. O sea que se le negaron a las cientos de naciones indoamericanas que ocupaban el resto del continente, el derecho que asumieron los EEUU de defenderse de una invasión extranjera.
¿Se justifica esta enmienda en este presente de incuestionable supremacía bélica y económica de los EEUU? ¿Cuántos tendrán que morir para que no se afecten las ganancias de los fabricantes de armas?
Los EEUU han construido su innegable grandeza sobre las tierras y los cadáveres de millones de indoamericanos, españoles y mexicanos, al ocupar principalmente por la fuerza las tierras al oeste del Mississippi. El derecho a portar armas fue una política tanto de invasión como de genocidio para incorporar territorios a la nación. No es casualidad que el epítome del héroe estadounidense hasta mediados del siglo pasado fue el vaquero seguido del soldado, desde el GI de la II Guerra Mundial, hasta el Green Beret en la era de Vietnam, y el Navy Seal del presente.
La obsesión del estadounidense con el héroe armado es un hilo conductor a través de su historia que se ha arraigado en la psiquis colectiva a través de los medios de comunicación. En la TV se inmortalizó desde el Llanero Solitario hasta Maverick, desde Bonanza hasta The Magnificent Seven. Si recordamos las principales películas de vaqueros y de guerra desde los años ’40 del siglo pasado en adelante hasta Platoon, desde Saving Private Ryan hasta The Hurt Locker, el héroe es uno o más hombres blancos, armados, que desafían la maldad predominantemente personificada por extranjeros, sean mexicanos, vietnamitas, alemanes o árabes.
Desde los ’70 pasados, los superhéroes Batman, Superman, Spiderman, Captain America y los demás personajes de las tirillas de acción, son predominantemente prototipos del héroe que salva a los EEUU y el mundo de los villanos que quieren apoderarse de ambos, que se presentan como una misma cosa. Esos héroes, con la excepción de Black Panther, son estadounidenses. Pero aún Black Panther, nombre basado en un movimiento afroestadounidense de años ’60 pasados, es una versión hollywoodense del africano. Incluso el creciente número de heroínas (Batgirl, Supergirl, Elektra, Wonder Woman, Captain Marvel, Katniss Evergreen (The Hunger Games), son mujeres que vencen la adversidad usualmente a manos de “foráneos” mediante las artes marciales y las armas.
Resulta casi imposible para el estadounidense promedio, sobre todo para el hombre blanco, pobre y poco educado, no identificarse con un héroe cuya mayor virtud es el valor y su mayor heroicidad, la acción ante la adversidad. Sus principales herramientas son las armas. Su razón de ser es vencer al enemigo de su sociedad: el foráneo, el que quiere derrumbar el sistema, el que quiere imponer su voluntad totalitaria sobre la voluntad de su excepcional ejemplo de democracia mundial, la nación estadounidense. Aun el grito de USA! USA! USA! en los eventos deportivos y políticos, es una especie de grito de guerra, la verbalización del gesto del gorila que se golpea el pecho ante la batalla, o la amenaza del guerrero o futbolista maorí ante el adversario.
¿Cómo convencer a esta masa desconocedora del resto del mundo de que ni son excepcionales, ni todos los conflictos se resuelven con las armas, o de que los ejemplificantes logros de su democracia cargan el lastre de la esclavitud y el genocidio de indios, mexicanos, negros, en alguna medida cancelando su excepcionalismo?
Para un amplio sector de la sociedad estadounidense, el resto del mundo es un territorio amorfo, de tamaño y localización desconocidas, usualmente habitadas por personas que no hablan inglés, que tienen costumbres extrañas, que históricamente se han asociado en los libros de historia y la prensa con regímenes totalitarios, convulsos por las guerras internas o mundiales, o que transmiten una insultante condescendencia hacia quienes les han salvado el pellejo en al menos dos guerras mundiales.
Ese mundo externo, como todo lo desconocido, para quien el provincialismo es su principal fuente de formación e identidad, la supervivencia del más fuerte, de su nación, de su “estilo de vida” (curiosamente el término cultura se utiliza para distinguir los diversos grupos raciales), depende de su derecho a portar armas para defenderse de los “otros”, los forasteros, los foráneos, desde los “aliens” de Independence Day, hasta los extranjeros que quieren invadir y subyugar a los EEUU en gran parte de las películas de acción, desde los villanos europeos que derrota Bruce Willis tantas veces, hasta la amplia gama de “forasteros” que vencen Liam Neeson, Bradley Cooper, Matt Damon o Keanu Reeves.
Al Partido Demócrata, cómplice de la polarización de clase y raza de la sociedad estadounidense, no le ha quedado más remedio que asumir la defensa del “alma” de la nación, ante la ausencia de ella que practican Donald Trump, Mitch McConnell y gran parte del Partido Republicano a diario (me pregunto si se ven cuando se paran frente a los espejos).
Bernie Sanders, Elizabeth Warren y Alexandria Ocasio Cortez, se han dado a la tarea de enfrentar al sistema de mercado que crea la rampante desigualdad social en el país más rico del planeta. Otros, como Kamala Harris, Corey Booker y Beto O’Rourke, denuncian la insensibilidad del sistema maximizada por el Partido Republicano, apelando a lo que el historiador Jon Ellis Meacham ha llamado “los mejores ángeles” de la sociedad estadounidense.
El gran desafío para los Estados Unidos estriba en reconocer que quienes apoyan a Trump, quienes se niegan a poner coto a la venta indiscriminada de armas, quienes favorecen un sistema que, paradójicamente, los precariza y reduce sus oportunidades de salir de la pobreza, representan poco menos de la mitad de una nación construida sobre la esclavitud, la desigualdad, el privilegio de las ganancias por sobre el bien común, así como la creatividad, la innovación y el empresarismo de escala global. Pero a pesar de ser aproximadamente un 40%, quienes apoyan a Trump y se oponen a la restricción a la venta de armas de asalto, se imponen política y culturalmente sobre el resto de la nación.
Al igual que sucede con los adictos, el primer paso para salir de la condición es aceptar que se la padece. A partir de ese momento, se pueden comenzar los pasos, lentos, al principio erráticos, con tropiezos y recaídas, para poder avanzar la superación de la condición que le autodestruye.
La historia es implacable en sus revelaciones y designios. John Adams dijo: “Los hechos son cosas tercas; y cualesquiera que sean nuestros deseos, nuestras inclinaciones, o los dictámenes de nuestra pasión, no pueden alterar el estado de los hechos y la evidencia”. La gran pregunta que confrontan los EEUU, y que nos afectan a nosotros en nuestro territorio no incorporado, es: “¿Prevalecerán los principios que conforman la Constitución o las prácticas de quienes la utilizaron para asegurar sus privilegios por sobre el bien común que el imperio de la ley promete?
A medida que me pasan los años por encima, me reafirmo en apostar a los ideales por sobre las realidades, confiando en que seamos más, y hagamos una diferencia obligando a quienes se imponen por sobre nuestras necesidades y derechos, a crear una sociedad más justa, donde la “Ley del Revólver” solo sea una referencia televisiva a un pasado que no tiene lugar en el futuro.
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